viernes, 8 de agosto de 2008

Pizarnik y las palabras

La literatura tiene sus propias reglas, que a ojos de los hombres pueden parecer absurdas, injustas e, incluso, crueles. La más conocida es la de ignorar al escritor en vida para procurarle unos laureles póstumos, que sólo puedan disfrutar sus herederos, algunos que se decían sus amigos y más de un editor que hasta entonces permanecía agazapado en la sombra. Tal fue el caso de Roberto Bolaño, John Kennedy Toole o Alberto Méndez, entre muchos otros, para los que la existencia no habría sido tan difícil si les hubiera acompañado la fama o, al menos, el reconocimiento de su labor. Alejandra Pizarnik (1936-1972) también fue víctima de esta regla no escrita, de este capricho del tiempo que eleva a algunos escritores minoritarios, casi olvidados, a la santidad civil de la literatura. A pesar de su raigambre ruso-judía, ucraniana, creo, tuvo como ilustres precedentes en la poesía latinoamericana a Delmira Agustini, Alfonsina Storni o Juana de Ibarbourou, mujeres valientes que se hicieron hueco en el panorama literario de la primera mitad del S. XX con la expresión de sus deseos, su visión del mundo, su propia femineidad, revestida de rebeldía. Pizarnik continúa, tensa, se apropia de esta manera de hacer versos; le da su aliento, su voz, para que cobren vida, para que sean espejo de sus propios deseos, de sus temores más íntimos. Es la lucha entre la Alejandra niña que teme al mundo (y se regodea en su temor) y la Alejandra mujer que se entrega a un amante, figura vaporosa que enardece sus sentidos, pero del que sólo consigue cenizas, olvido, dolor licuante.
La editorial Lumen ha publicado en estos últimos años su poesía y prosa completa en dos volúmenes independientes, además de sus diarios, confesiones de una vida bohemia, a menudo atormentada por el delirio o el desengaño, también por el odio a sí misma, que no le impidió buscar la felicidad en París y encontrar la amistad de otros escritores, como Julio Cortázar.


CENIZAS

Hemos dicho palabras,
palabras para despertar muertos,
palabras para hacer un fuego,
palabras donde poder sentarnos
y sonreír.

Hemos creado el sermón
del pájaro y del mar,
el sermón del agua,
el sermón del amor.

Nos hemos arrodillado
y adorado frases extensas
como el suspiro de la estrella,
frases como olas,
frases como alas.

Hemos inventado nuevos nombres
para el vino y para la risa,
para las miradas y sus terribles
caminos.

Yo ahora estoy sola
– como la avara delirante
sobre su montaña de oro –
arrojando palabras hacia el cielo,
pero yo estoy sola
y no puedo decirle a mi amado
aquellas palabras por las que vivo.


ALEJANDRA PIZARNIK

“LAS AVENTURAS PERDIDAS” (1958.)

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