El teatro no es mi género literario predilecto, aunque lo considere imprescindible en cualquier biblioteca que se precie. Tal vez se deba a la necesidad del espectáculo, de la representación sobre las tablas, para que cualquier obra dramática se disfrute completa. O puede que sea porque no me despierta la misma emoción -estética- que la lírica o la narrativa.
La cuestión es que mi biblioteca teatral se levanta sobre dos bloques bien diferenciados: la dramaturgia en castellano y la que fue concebida en otras lenguas. De este último, destaca con luz propia, inevitable, las obras completas de Shakespeare, pero también las de Marlowe, Pirandello, Molière, Dario Fo, Ibsen, Chejov, Strindberg o Peter Weiss. Por contra, entre las compuestas en lengua castellana, abundan las de Lope de Vega, Calderón, Tirso, Zorrilla, Leandro F. de Moratín, Buero Vallejo, García Lorca, Unamuno o Galdós. Muchas de ellas son un poso de la carrera de Filología que, sin embargo, también me han sorprendido, conmovido y alterado las nociones básicas que tenía sobre el teatro. Así me ocurrió con la lectura de La noche de los asesinos, de José Triana. Las obras escritas en latín y griego clásico, sin embargo, se adscriben a la biblioteca de clásicos.
Espero que, como en las secciones anteriores de mi biblioteca, sirva de inspiración para algunos de mis lectores y anuncio, no sin esgrimir un compromiso sólido, la intención de ampliarla con títulos de autores contemporáneos, como Juan Mayorga, Jesús Campos o Yasmina Reza.
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