El lunes 12 de enero hizo un año que murió Ángel González.
El País publicó un
artículo que conmemoraba la fecha y anunciaba la edición de
La primavera avanza, una selección de poemas a cargo de su viuda, Susana Rivera, y que distribuirá ALSA en sus autobuses. Ediciones Visor tampoco ha querido desperdiciar la efeméride y pronto sacará a la venta su antología enmendada
101 más 19, que incluye 101 poemas conocidos y 19 inéditos.
Por desgracia, estos versos nunca recobrarán el sentimiento que les imprimía la voz de Ángel González. Lo sé, porque tuve la suerte de asistir al último recital que ofició en Valencia, en mayo de 2007. Fue un jueves por la tarde en el Colegio Mayor Luis Vives. Recuerdo que llegué con media hora de adelanto para tomar un café en el bar de la Facultad de Filología y disfrutar de lo que quedara de sol sentado en las escaleras. Es una manía un tanto nostálgica a la que acostumbro cuando acudo solo a algún curso o sarao literario en la avenida Blasco Ibáñez. También para ojear algún rostro conocido o el del propio Ángel González, pues el Luis Vives cae justo en frente de la Facultad. Cuando faltaron diez minutos, me levanté y crucé la avenida. Me sorprendió que en la puerta del Colegio Mayor todavía no hubiese nadie esperando, así que atravesé el muro que lo separa de la calle y vi a Ángel González, solo, fumando en lo alto de las escalinatas. Estaba pensativo, taciturno, algo nervioso tal vez, como un colegial que está a punto de examinarse. No parecía un hombre octogenario, ni enfermo, ni frágil. Era la estampa viva que tantas veces había visto en los manuales de literatura, pero algo más bajo de estatura. En esos momentos no pude acercarme a él, porque me sentía insignificante, una molestia si pretendía entablar conversación, ya que imaginaba que sería uno de los muchos que le habría confesado cuánto admiraba su poesía. Me limité a acecharlo desde el muro hasta que Antonio Cabrera, poeta y presentador del acto, lo devolvió al interior del Luis Vives. Los seguí de cerca y contemplé una sala de ladrillo abarrotada de gente, muchos de ellos conocidos en el Taller de Poesía de la UPV, aunque también de la Universidad de Valencia, además de antiguos compañeros y profesores de Filología. Saludé a los más próximos, entre ellos a José Ángel, y escuché las palabras de Antonio Cabrera y de Begoña Pozo, responsable del Aula de Poesía de la UV por aquel entonces. Parecía una clase magistral, aunque gratuita, que Ángel Conzález recibiera sobre su propia obra. Después comenzó a recitar, libro en mano, algunos de sus primeros poemas. Su voz era quebradiza, cansada por lustros de libros y lecturas, pero aún fuerte, enérgica, emocionante. Versos que mil veces había leído cobraban todo su significado en su raíz vital. Hasta los más desgastados por los lectores, como "Me basta así" o "Inventario de lugares propicios al amor", parecían nuevos, recién compuestos. Daba la impresión de que el sentimiento que los había inspirado, hacía ya medio siglo, probablemente, seguía ahí, bajo la dermis de cada palabra, revolviéndose en cada sílaba que pronunciaba.
Terminó el recital y no conseguí rebajar el hormigueo que me subía desde el estómago. Un enjambre de admiradores envolvió a Ángel González para conducirlo más allá del muro y de Blasco Ibáñez. Apenas metí cabeza entre tanta inmensa minoría, pero dejé de zumbar cuando pisé la acera. Afuera esperaban algunos amigos del Taller que apetecían de una cena y unas copas para homenajear al poeta. Bares, versos y persianas que cerraban en la madrugada fueron la mejor despedida que podíamos ofrecer a Ángel González.
Los poemas que tenéis a continuación pertenecen a
"Poesía inter.net", vía la wiki
"Homenaje a Ángel González", coordinada por Toni Solano.
PARA QUE YO ME LLAME ÁNGEL GONZÁLEZ
Para que yo me llame Ángel González,
para que mi ser pese sobre el suelo,
fue necesario un ancho espacio
y un largo tiempo:
hombres de todo el mar y toda tierra,
fértiles vientres de mujer, y cuerpos
y más cuerpos, fundiéndose incesantes
en otro cuerpo nuevo.
Solsticios y equinoccios alumbraron
con su cambiante luz, su vario cielo,
el viaje milenario de mi carne
trepando por los siglos y los huesos.
De su pasaje lento y doloroso
de su huida hasta el fin, sobreviviendo
naufragios, aferrándose
al último suspiro de los muertos,
yo no soy más que el resultado, el fruto,
lo que queda, podrido, entre los restos;
esto que veis aquí,
tan sólo esto:
un escombro tenaz, que se resiste
a su ruina, que lucha contra el viento,
que avanza por caminos que no llevan
a ningún sitio. El éxito
de todos los fracasos. La enloquecida
fuerza del desaliento...
ME BASTA ASÍ
Si yo fuese Dios
y tuviese el secreto,
haría un ser exacto a ti;
lo probaría
(a la manera de los panaderos
cuando prueban el pan, es decir:
con la boca),
y si ese sabor fuese
igual al tuyo, o sea
tu mismo olor, y tu manera
de sonreír,
y de guardar silencio,
y de estrechar mi mano estrictamente,
y de besarnos sin hacernos daño
—de esto sí estoy seguro: pongo
tanta atención cuando te beso—;
entonces,
si yo fuese Dios,
podría repetirte y repetirte,
siempre la misma y siempre diferente,
sin cansarme jamás del juego idéntico,
sin desdeñar tampoco la que fuiste
por la que ibas a ser dentro de nada;
ya no sé si me explico, pero quiero
aclarar que si yo fuese
Dios, haría
lo posible por ser Ángel González
para quererte tal como te quiero,
para aguardar con calma
a que te crees tú misma cada día
a que sorprendas todas las mañanas
la luz recién nacida con tu propia
luz, y corras
la cortina impalpable que separa
el sueño de la vida,
resucitándome con tu palabra,
Lázaro alegre,
yo,
mojado todavía
de sombras y pereza,
sorprendido y absorto
en la contemplación de todo aquello
que, en unión de mí mismo,
recuperas y salvas, mueves, dejas
abandonado cuando —luego— callas...
(Escucho tu silencio.
Oigo
constelaciones: existes.
Creo en ti.
Eres.
Me basta).
8 comentarios:
Y parece que aún fue ayer...
Es cierto. Cuando escribía esta entrada me acordé de José Hierro, otro gran poeta al que admiraba y al que no pude escuchar en 1998, en el Aula de Poesia del Palau. Con Ángel González casi me pasó lo mismo, pero el destino, algunas veces, brinda segundas oportunidades.
Seguro que esta estampa de tu recuerdo habría dado para un poema.
El poeta hubiera prestado atención a ese admirador silencioso que le oteaba y al que seguro que advirtió entre la multitud.
Hola,
l´he llegit poc, però m´encanta p.e.
No fue un sueño,
lo vi:
La nieve ardía.
Del blog depasseig
Gràcies per recordar-lo
Imma
qué decir de aquella noche, qué facil es todo cuando la palabra es precisa...
estupendo post, Héctor,
un abrazo
Gracias a todos por vuestros comentarios.
Lu: me hubiera gustado que fuera inspiración para un poema, aunque en ese momento dudaba entre acercarme o no, aprovechar o desaprovechar, como finalmente hice, la oportunidad de hablar a solas con Ángel González. Por desgracia, el arrepentimiento ya no sirve de nada.
Inma: bienvenida a este blog. El poema que citas ya lo conocía por Elisabet, de "Depasseig", que lo transcribió en un comentario. De todas formas, nunca está de más si es de Ángel González.
Viernes: fue una de esas noches que es difícil que se repita. Tal vez el alcohol o los versos de la tarde nos inspiraron un poco más a todos. Nos vemos en los bares, amigo.
acabo de leer esta entrada de tu blog mientras buscaba unas cosas sobre Ángel González...
En su momento no la leí, pero bueno, como dices tú, siempre hay segundas oportunidades!
Me ha encantado.
Un abrazo!
Sí, siempre hay segundas oportunidades, aunque la cita de anónimo parece responder al azar o a tu teoría de "los vasos comunicantes". En fin, un poema de Ángel González de ida y vuelta sólo puede ser doblemente gozoso.
Un abrazo, Elisabet.
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